Jaume Roig

“Con mis manos creo historias”

Jaume Roig (Palma, 1981) hizo su primera pieza a los 4 años, y a los 12 ya trabajaba en el taller de su madre, la artista Malena Roig. Tras pasar una época en la que llegó a “odiar” el oficio y trabajar de albañil y fontanero, hoy este ceramista mallorquín expone sus obras en galerías de arte y vende piezas en París, reivindicando el gusto “por lo inútil” y el placer de jugar como niños.

Jaume Roig hunde sus manos en un bloque de barro húmedo, sobre la mesa de trabajo salpicada de pintura blanca. El barro penetra entre sus dedos sin llegar a rozar sus brazos largos y delgados. Lo estira, un golpe, lo amasa, otro golpe, lo aplasta, lo moldea, otro golpe más…


La cadencia del movimiento mece su pelo claro y rizado cubriendo la mitad del rostro. La pieza será un vaso, o una jarra o un plato. O quizá uno de esos enormes jarrones de cerámica que aguardan en la otra punta su viaje hasta Francia desde el pequeño taller de Ses Salines, al sur de Mallorca, en medio de la nada, rodeado de árboles y cielo y esta calma que le inspira para trabajar cuando llega la noche. “Es automático, a medida que empieza a caer el sol me voy activando, reencontrándome conmigo mismo. Puedo trabajar hasta las tres de la madrugada, entonces no hay factores que me distraigan. De día no puedo, cruzo la puerta y todo está lleno de vida: los pajaritos, tanta naturaleza...”


“Cada uno tiene su fuerte y el mío son las manos. Me van solas. Con ellas creo historias, puedo aprender y jugar...”. Además del barro, el torno es el aliado necesario del ceramista mallorquín. Y también las bombonas de gas conectadas al horno cuadrado junto a la pared, bajo unas jarras oscuras y deformadas por culpa del pirómetro que un fatídico día no midió bien la temperatura y fundió la fallida obra a más de 1300 grados.

En Ses Salines,  en su taller, conviven piezas grandes y pequeñas, cachivaches de distinta índole, cables, una radio vieja, algún que otro cuadro, mucho barro, cráneos de animales, troncos de madera y baldes. Los perros entran y salen a su antojo del espacio que también forma parte de su casa sencilla decorada con muebles comunes, parte de su obra y tapices diseñados por Adriana, compañera del ceramista.

Jaume Roig moldea las piezas sin guantes. Es un artista y una persona ligada a la tierra más que a los conceptos, que entiende la cerámica como una filosofía de vida, como un proceso del que participan el agua, la tierra, el aire y el fuego, con los que trabaja desde los 12 años. “Debemos cuidar y desarrollar a nuestro niño interior, buscar el gusto al sinsentido. Si vamos al tema artístico y no tanto al utilitario, al crear una escultura uno está haciendo un homenaje a lo más inútil que hay: un trasto que vas a poner en tu casa. Y esto es muy de niño. Un niño que juega por jugar, por pasar el rato y punto”.


Hijo de la artista Malena Roig, Jaume se crió junto a su hermano Joan Pere Català Roig, “muy buen tornero” y profesor de cerámica en Marratxí. De niño, al salir del colegio, a veces iba a jugar al fútbol con los vecinos, y a veces al taller de su madre para ayudar o simplemente a pasar el rato. Dibujaba, desmontaba juguetes que pocas veces volvía a montar. Gracias a su buena caligrafía escribía felicitaciones de recuerdos de comunión sobre piezas de cerámica, recuerda con orgullo. “Aprendí a amasar gracias a mi madre. Entonces todo el dinero que entraba en casa provenía del taller, fuimos criados sin nuestro padre. Mi primera pieza la hice allí. Tenía en la mano un piloto de goma, de esos que vienen en las motos de juguete. Cogí un trocito de barro, puse al hombrecillo ahí adentro y empecé a darle vueltas a toda velocidad. Tenía cuatro años”.


La cerámica moldeó su personalidad, definió su visión del oficio y su concepción de artista y trabajador. “En mi casa no había dinero y yo quería estudiar escultura. Las posibilidades eran ir a Barcelona, al País Vasco o a Valencia. Pero no lo veía claro y a la vez quería vivir mi vida... Mi madre tenía cerca del taller un almacén que no utilizaba. Me dijo que si lo acondicionaba era mío. Así que de aquellos 20 metros cuadrados en el barrio de Santa Clara, en Palma, hice mi primer taller. En él creaba moldes, esculturas figurativas, aprendí a trabajar el volumen...”.


... Hasta que un día, con 18 años, llegaron las dudas. “Tuve una fuerte crisis, hasta el punto en que llegué a odiar la cerámica y todo lo que había hecho hasta entonces”. Se olvidó del oficio y probó [...]


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